Los que me conocen, saben muy bien que no exagero cuando digo cosas tan cursis y poéticamente trilladas, como el título de esta publicación. Y es que si algo puede ser capaz de conmoverme: es un sabor. Dicen que el amor entra por los ojos. Yo pienso que a través del gusto, puedes entrar directo al corazón. Y no me refiero al colesterol y los triglicéridos. Voy más lejos que eso. Al alma. Esa en la que seguramente nos llevamos, lo único que nos podemos llevar cuando nos vamos: las experiencias.
Pues esta experiencia fue una inolvidable. Desde antes, mientras caminábamos apresuradamente por los pasillos del MGM Grand, entre mesas de poker y máquinas tragamonedas, para llegar a tiempo a nuestra reservación.
Estaba emocionado, como si el mismísimo Chef Robuchon fuera estar ahí. Por primera vez iba a poder asistir a la cocina de este Monsieur, considerado “Cuisinier du siècle”, o sea “Cocinero del siglo”. Con más estrellas Michelin que cualquier otro en el mundo, 26 no más, si no es que ya le dieron otra mientras escribo.
Y que como dato curioso, él fue quién apadrinara o recomendara como su sucesor a mejor chef del mundo al chef español y creador del Bulli, Ferran Adrià. Pero bueno, esa es otra gran historia, que merece su propio espacio.
Todavía un poco agitados por la carrerita, nos anunciábamos con la recepcionista. Inmediatamente nos encaminaba hacia el interior del famoso taller. Nos dio a escoger si mesa o barra. La ventaja de la barra, nos concedía una mejor vista hacia la cocina, pues el concepto de este lugar es precisamente, ser testigo del trabajo de los cocineros. Y de poder platicar más casualmente, sobre lo que te están sirviendo.
Y bien, una vez instalados, un cocinero nos dio la bienvenida, seguida de una sugerencia-explicación de lo que había en la carta. ¡Ja! ¿Y cómo para que queríamos la carta? No importa lo que escogiéramos, iba a estar más que bueno… Aunque ahora que lo pienso, creo que más bien, era para concientizarnos de los precios…
Entonces llegó el momento de la decisión. Nos fuimos por una de las fórmulas
de degustación con maridaje incluido. Y déjenme contarles que desde el pan
y el “divierte bocas”, amuse bouche, -como los franceses le llaman a ese bocadito
que sirve para prepararte y darte literalmente una probadita del sazón del chef-
todo, pero todo, estuvo simplemente espectacular.
Escribir uno a uno los platillos no sería tan emocionante como probarlos.
Pero sí quisiera hablar de uno en particular. El más simple, pero el más famoso:
El puré Robuchón. Me atrevo a pensar que esa famosa escena de Ratatouille de Pixar, cuando el crítico Anton Ego prueba el ratatouille y se transporta a su niñez, fue inspirada
por este puré 50% mantequilla, 50% papas ultra-lentamente cocidas, para alcanzar
esa textura tan perfecta y conmovedora. Ay Dios, como algo tan simple, puede ser
tan rico. Es cuando pienso en aquella cita de Albert Einstein que recita:
"Make things as simple as possible but no simpler." Este manjar sin duda, es un ejemplo.
Pero no me mal interpreten. Los otros eran iguales de especiales: el gazpacho, el langostino envuelto en una lamina de pasta frita, las brochetas de bacalao y callo de hacha, las costillitas de cordero, los quesos madurados, las tartitas de chocolate amargo, la de frutos rojos, la de queso y la de manzana. Y en cada tiempo, sus respectivas copas de vinos espumosos, blancos, tintos y de postre. Todos fueron una a una, las herramientas usadas
con la más exquisita precisión, por los aprendices de Monsieur Robuchon, para arreglar nuestras emociones y mejorar nuestra experiencia en un viaje más, que hemos de llevarnos en el blog de nuestras almas.
Salud y honores para L´Atelier de Jöel Robuchon.
Y buen provecho en todo. Para todos.
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